29 ago 2014

Hechizo en El Prado

Hoy voy a hablaros de un cuadro. Un cuadro que vi en el Prado.
Creo que en este blog hablaré mucho de cuadros y de arte en general, porque para los que no lo sepáis, me apasiona la historia del are, sobre todo la pintura comprendida entre el periodo del Renacimiento y el Impresionismo. He sospesado varios cuadros con los que empezar, pero he decidido apartar mis favoritos para hablaros de uno que, si bien no conozco con tanta profundidad como otros, tiene una bonita anécdota detrás que me trae buenos recuerdos. 

No es un cuadro que llame la atención a primera vista, ni es especialmente famoso. Hay que mirarlo dos veces para darse cuenta de lo magnífico que es. Os hablo de El descendimiento de la cruz, de Roger Van der Weyden (¡Oh, señor, qué nombre!)

¿No es pesioso?


Resulta que hace unas semanas pasé el día en Madrid y, obviamente, me pasé la tarde arrastrándome cansadísima pero feliz por el Prado. Como mucha gente, supongo, había buscado las "obras más famosas del Prado" en San Google para poder ir directa a verlos. Creo que este cuadro estaba entre ellos, pero como no lo conocía y quería ver otros más urgentemente decidí pasar de largo. Sin embargo, me encontré delante de él sin comerlo ni beberlo.

Al principio no me di cuenta, aunque sus dimensiones son considerables. Frente él se había parado un grupo cuya guía hablaba en inglés. Yo, que quería poner a prueba mi nivel de comprensión oral, me mezclé con el grupo, sin mucho interés por el cuadro en sí.

A mí también me entran ganas de llorar.
Pues bien, la guía consiguió abrirme los ojos y demostrarme la genialidad que se esconde detrás de esta pintura. Fijaos en el paralelismo de los cuerpos de María y Jesús, los dos cayendo de lado... Los dos muriéndose, uno de verdad y la otra, de puro dolor. Fijaos en el rostro desolado de ella, rendido a la desgracia que la atraviesa. Las manos que no llegan a tocarse. O contemplad las suaves ondas que forman las cabezas de los personajes, o cómo el cuadro queda cerrado con las figuras de ambos lados posicionadas en forma de paréntesis. O las lágrimas que impregnan los rostros de los personajes, casi palpables. Los pliegues de la ropa, la calavera. Es absolutamente fascinante.

Todo eso y mucho más contó aquella guía (y ahora que lo pienso, lo entendí todo, me aplaudo a mí misma). Desgraciadamente, tuve que irme porque obviamente no había pagado para seguirla. Una pena, porque me quedé con las ganas de decirle lo mucho que me había gustado; y que ojalá pudiera explicarme todos los otros cuadros del museo para aprender a admirarlos tanto como este.

Sí, ya lo sé, cuando hablo de arte me vuelvo insoportable.

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